Quien haya visto de cerca a un boxeador profesional o a un luchador de artes marciales seguramente notó un detalle llamativo: la nariz, muchas veces torcida, achatada o con aspecto de haber pasado por más de una batalla. Lo curioso es que, en muchos casos, no se trata solo de una consecuencia inevitable de los golpes, sino de una adaptación buscada y hasta aceptada dentro del mundo del combate.
El motivo principal es práctico: una nariz “rota” o desviada reduce la probabilidad de nuevas fracturas graves en el futuro. Una vez que el hueso y el cartílago se desplazan, la estructura se vuelve más resistente y menos propensa a sangrar con cada impacto. De hecho, algunos entrenadores señalan que “romperse la nariz” temprano en la carrera es casi un rito de iniciación, ya que después los traumatismos en esa zona suelen ser menos incapacitantes.
También hay un factor funcional: con la nariz más achatada, se minimiza la superficie expuesta a los golpes directos. Esto no solo protege, sino que en ocasiones facilita la respiración durante el esfuerzo, ya que se evita el constante sangrado nasal que suele frenar los combates.
Por supuesto, no todos los luchadores lo hacen “a propósito”. Muchas veces la nariz se rompe accidentalmente en los entrenamientos o competencias y, en lugar de buscar una cirugía estética que la devuelva a su forma original, optan por dejarla así para aprovechar esa “ventaja natural”.
En definitiva, detrás de esas narices torcidas hay más que cicatrices de batalla: hay estrategia, funcionalidad y hasta cultura de un deporte en el que cada rasgo del cuerpo se adapta a la exigencia del ring.